
En el Cristo de Abraham, la solidaridad no es un gesto ocasional ni una caridad individual: es una forma de vida. Nació de la necesidad, pero creció como una práctica cotidiana de amor político. Desde los primeros encuentros de vecinos por la urbanización, el barrio aprendió que la única manera de salir adelante es con el otro, nunca contra él. El roperito comunitario de hoy no fue una excepción, sino una reafirmación de esa identidad colectiva que se construye compartiendo lo que se tiene, por poco que sea.
Mientras se entregaban abrigos y calzado, otro grupo relevaba la situación de personas con discapacidad. No se trató solo de contar ni de tomar datos, sino de mirar a los ojos, de preguntar con respeto, de tejer una red de cuidado donde nadie quede afuera. Porque si la comunidad no abraza a quienes más lo necesitan, ¿quién lo hará? Esta tarea, simple en apariencia, habla de una conciencia profunda: no hay inclusión sin reconocimiento, ni justicia sin presencia territorial.
La historia del barrio es también la historia de esa conciencia que fue madurando entre asambleas, luchas por servicios básicos y sueños colectivos. Desde la conquista del RENABAP y la jurisdicción barrial, pasando por los proyectos de veredas y cloacas que desfinanció el Gobierno Nacional, todo ha sido posible gracias a la participación activa de las y los vecinos. El concepto de comunidad se fue volviendo concreto, tangible: una red viva que se activa en cada reunión de manzana, en cada acción compartida. No hay soluciones mágicas, pero sí caminos firmes cuando se caminan juntos.
Hoy más que nunca, en tiempos de abandono estatal y ajuste feroz, reafirmamos que la comunidad organizada es la herramienta más poderosa que tenemos. Cuando el Estado no llega, cuando la respuesta es el silencio, es la comunidad la que enciende la luz, tiende la mano y construye futuro. La solidaridad no es nostalgia ni consuelo: es política de base, es resistencia digna. Y en el Cristo de Abraham, esa llama sigue encendida.