
"Los que creen haber hecho un pacto con la providencia, son los más atrozmente golpeados por las sorpresas del tiempo".
Por Dr. Marcelo López Mesa
Esta advertencia de Eduardo Mallea, el mejor escritor que dio Bahía Blanca, connota un llamado desesperado a la acción, al cambio; plasma una convocatoria que fue desoída durante ochenta años.
Esa frase fue escrita en “La vida blanca”, un libro publicado en 1942 y reeditado varias veces, en él un visionario describía a la perfección el destino que nos esperaba a los argentinos; el de una declinación paulatina de nuestro estilo de vida y de nuestra cotidianeidad, producto de una vida de apariencias, “con frente, pero sin fondo, una vida blanca, carente de matices”. Leyéndolo se entiende mejor qué nos pasó.
Los políticos argentinos, en general y salvo escasas excepciones, creen haber hecho un pacto con la providencia, que los pone a cubierto de todo mal, pese a su falta de formación, de gestión y a sus múltiples chapucerías.
Pues bien, el Destino finalmente nos ha alcanzado; hemos tocado fondo. Bahía Blanca y la tragedia que se cierne sobre ella y sus habitantes, es la muestra vívida de ello. Evidentemente el mundo de estos días ha cambiado mucho y ya no se puede seguir manejándolo en base a improvisaciones y a presuntos pactos con la providencia, porque los resultados son calamitosos.
Hasta hace unos días el nombre Bahía Blanca se asociaba con un tango; uno de los más bailables; su música extraordinaria se debe al más grande pianista que dio esa ciudad, el maestro Carlos Di Sarli. Desafortunadamente en estos días su nombre no se asocia a ese tango, ni se recuerda que ella dio al mundo un Premio Nobel en Ciencia, a quien tuve el honor de conocer personalmente en mi adolescencia -el Dr. César Milstein- sino a una tragedia colectiva todavía muy difícil de mensurar en sus alcances y duración; ella ha producido ya en estos días inmensos dolores y, seguramente, dejará enormes heridas que llevará muchísimo tiempo restañar y que nunca se cerrarán del todo.
Por imprevisión, falta de inversión, confianza excesiva en la suerte, carencia de gestión, improvisación y otros males muy propios de la política argentina, muchísima gente en Bahía Blanca y aledaños lo ha perdido todo, el trabajo de toda una vida, sus bienes, su casa, sus muebles, sus recuerdos, documentos importantes, fotos, computadoras, electrodomésticos, vehículos, etc.; y algunos, trágicamente, a algún familiar.
Las escenas que se ven en videos subidos a redes sociales son dantescas: las calles y avenidas de la Ciudad, su propio centro comercial y también los barrios y ciudades aledañas –como Ingeniero White, lindante con su pujante puerto- se han convertido en lagunas extensas, con olas que amplifican el daño y desagotan en arroyos improvisados que arrastran autos y hasta han hecho desaparecer a dos niñas, que se llevó la correntada y que nadie encuentra. Esa es la mayor tragedia de todas.
La crudeza de las imágenes conmueve. No es que en inundaciones de décadas anteriores –como las de Santa Fe o La Plata- no se vivieran circunstancias parecidas; pero ahora las redes sociales y los teléfonos inteligentes ponen esas imágenes sin editar al alcance de todos y sin el filtro de la prensa.
La visión del Teatro municipal y de la avenida que desemboca en él, sumergida bajo una laguna, es reveladora de la magnitud del desastre que se debió a la concurrencia de una serie de circunstancias; fundamentalmente una lluvia muy intensa que, en unas pocas horas, descargó precipitaciones que suelen espaciarse en varios meses. A ella se sumó la falta de desagües apropiados y limpios, para desagotar el agua y una gestión de la emergencia que brilló por su ausencia. Por caso, hoy gran parte de la población afectada carece de todo servicio, apoyo y contención e incluso les falta el agua potable. Lo ocurrido pudo perfectamente prevenirse o atenuarse.
De ahí que la bronca comprensible de la gente afectada por semejante evento climático, que de un momento a otro trastornó sus vidas, se descargara sobre algunos políticos que, cual el popular personaje de Figuretti en los 90, buscaron sacar rédito de la situación con una foto. ¿No pensaron que los vecinos tomarían su llegada como una burla?
Los políticos en funciones y los que los precedieron no tuvieron en cuenta demasiadas cosas, al parecer. Porque a esta debacle no llegamos de un día para el otro.
Hoy el dolor cruza a decenas de miles de familias bahienses y de la zona, que han pedido todo lo que tenían, empezando por la tranquilidad de espíritu y la idea de seguridad; entre esos miles se cuentan mis tíos y un primo.
Mi infancia y mi juventud estuvieron muy ligadas a Bahía Blanca; nací en ella en el Hospital Español hace 59 años, aunque viví toda mi infancia en Coronel Dorrego. Como muchos habitantes de su zona de influencia, frecuentemente estuve en la ciudad para atender mi salud, para realizar diversos trámites –como la revisación médica para el servicio militar-, para ver algún espectáculo o visitar a familiares que viven allí.
Era un deleite ir a Bahía y disfrutar de sus posibilidades, comprar en los negocios de su importante centro comercial, atenderse en sus excelentes nosocomios. Además, el influjo de las radios y las televisoras bahienses eran enormes en una extensa zona de influencia, lo que potenciaba la actividad de la ciudad en su entorno.
Bahía Blanca es la ciudad más importante de la 6ª Sección electoral de la Provincia de Buenos Aires, pero además ostenta una enorme influencia cultural, comercial y de diversa índole sobre el suroeste bonaerense y sobre provincias vecinas.
Bahía Blanca es una ciudad completa. Su Universidad, su puerto, su industria, su comercio, hacían pensar hasta hace 48 horas que se vivía allí una vida bastante buena, aún con todas las dificultades que tiene este momento y este país para todos. Pero, en general, se estaba bastante bien viviendo allí, prueba de lo cual su población aumentaba año a año.
Creíamos que también Bahía tenía una buena infraestructura. Todo eso cambió de un momento a otro. Un vendaval de agua inundó la ciudad y causó varios muertos, algunos desaparecidos y muchísimas dificultades y dolores, además de daños patrimoniales por el momento incalculables; pero el evento climático, sobre todo, puso de manifiesto lo frágil qué es la situación de cualquiera de nosotros en cualquier punto de nuestro país.
Los argentinos, en general, carecemos de liderazgos efectivos, previsores, dedicados al servicio; por ello, sufrimos con toda crudeza los golpes del destino y los efectos devastadores del cambio climático. Las cosas en estos días ya no son tan apacibles como en la década de los 80 y requieren ser gestionadas por personas formadas, capaces, que no se limiten a señalar culpables o a quitarse responsabilidades de encima, cuando ocurren estas contingencias, sino a prevenirlas y evitarlas. Y, si ello no es posible por su magnitud, a gestionarlas debidamente, con profesionalismo y compromiso. No a ir a sacarse fotos a una inundación con botas de agua.
El cambio climático que ya es innegable requiere la gestión de un organismo eficiente de previsión de eventos climatológicos y de manejo de catástrofes y crisis. Pero se necesita que este organismo –como el FEMA americano (ver https://www.fema.gov/es)- esté dirigido por un experto, no por un politiquero, un aficionado o un influencer.
Si seguimos como hasta aquí, todas las contingencias climáticas nos van a seguir golpeando con la máxima dureza. Nuestros gobernantes no anticipan eventos previsibles y entonces los golpes del destino se ciernen sobre nosotros como amenazas que antes o después van a desencadenarse.
A esta altura es claro que todos los veranos un grupo de indeseables, al que misteriosamente nadie detiene, prende fuego grandes extensiones de bosques y de campos y entonces sufrimos los incendios. Cuando ni siquiera nos hemos recuperado de esos incendios, en otras zonas del país sobrevienen inundaciones terribles. Varios años ha pasado lo mismo; mucha coincidencia para ser casualidad.
Parecen calamidades que vienen a cobrarnos algún tipo de karma o de deuda; pero la respuesta es mucho más simple. Esos eventos se producen en la peor secuencia posible, porque no hay un manejo adecuado de catástrofes y no se anticipan sus efectos, ni se prepara a la población para lo que viene.
Tenemos una dirigencia que, salvo contadas excepciones, no gestiona los asuntos públicos, solo deja que las cosas sucedan y luego se lamenta o conduele de los daños en los medios; pero gestionar no es eso: gestionar implica -primero que nada- prevenir.
El art. 1710 del Código Civil y Comercial vigente establece: “Deber de prevención del daño. Toda persona tiene el deber, en cuanto de ella dependa, de: a. evitar causar un daño no justificado; b. adoptar, de buena fe y conforme a las circunstancias, las medidas razonables para evitar que se produzca un daño, o disminuir su magnitud; …c. no agravar el daño, si ya se produjo”.
Si toda persona tiene estos deberes, con mucha mayor razón deben cargar con ellos los funcionarios públicos, que han sido elegidos o designados para trabajar por el bien común y gestionar los asuntos de la cosa pública. Esa previsión, legalmente exigible, brilla por su ausencia, desafortunadamente.
Por otra parte, los que aplaudían cuando se anunció que no habría más obra pública, no pensaron que el corte brutal del presupuesto y la falta de obras no son neutros y terminan prontamente en este tipo de tragedias. No se trata de cortar el gasto de raíz, sino de adjudicar presupuestos existentes a fines valiosos, según un orden de prioridad razonable. Eso es gestionar: ni pretender solucionar todo de inmediato, porque es imposible y demagógico, ni suprimir el gasto y la obra pública de cuajo.
Lo adecuado no suele estar en los extremos: ni el gasto improductivo, excesivo, que genera corrupción, por su falta de control; ni cerrar completamente la canilla del gasto público; un país civilizado no puede vivir sin infraestructura adecuada y ella requiere de obras y de inversión. De obras bien pensadas, bien ejecutadas y, por ende, bien controladas en su ejecución y costo. Por ende, no es admisible el despilfarro de otras épocas tampoco.
Pero gestionar implica, además de prevenir, solucionar problemas; y la dirigencia que está al mando en este momento y varios que estuvieron en mandatos anteriores, han dejado pasar durante su guardia todo género de catástrofes.
Desde muertes excesivas en una pandemia inventada, que se aprovechó para instalar una dictadura sanitaria, hasta muertes absurdas en una creciente violencia callejera, que nadie se ocupa verdaderamente de solucionar, pasando por sequías, incendios e inundaciones, que a esta altura parecen ser parte del paisaje cotidiano.
Todas las calamidades nos golpean de lleno. Y varias veces, porque las situaciones se repiten y nuestra dirigencia ni siquiera aprende de sus errores. Ello es grave porque mina la confianza de la población no solo en sus dirigentes –la que ya está por el piso- sino en su propio destino.
Una sensación de fatalidad y una tensa calma nos rodea, mientras los escándalos de la política se suceden, como si fuera el “día de la marmota” (Groundhod Day) célebre película de Bill Murray y Andy MacDowell.
Nadie se cuestionó si vale la pena esforzarse tanto, si luego va a perderlo todo en cualquier contingencia o delito. La población está comenzando a preguntárselo.
De ahí el enojo general con los políticos que no saben, no pueden o no quieren resolver los problemas de fondo y lanzan ideas alocadas al aire y con los figurettis que van a sacarse fotos en medio de una tragedia. Los políticos que, con su mejor cara de Yo no fui, van a condolerse de las personas que sufren, no entienden algo básico: los votaron para que solucionen los problemas, no para que llenen el aire de palabras vacías.
Los ciudadanos votan a sujetos que dicen que pueden solucionar determinados problemas y que hacen una oferta electoral. Solucionar problemas implica primero que nada conocer bien cuáles son y, luego, tener un plan sensato para ir ocupándose paulatinamente de ellos.
Y siguiendo un orden razonable de prioridades; porque los candidatos que prometen soluciones mágicas o inmediatas para todos los problemas, más que políticos deben ser llamados demagogos, farsantes u oportunistas. Y de esos ya hemos tenido y tenemos demasiados.
La solución a problemas graves que llevan mucho tiempo acrecentándose no adviene de un día para el otro, sino que requiere de mucho trabajo, esfuerzo y sobre todo de una inteligencia, una formación, una experiencia y un compromiso, que permita lidiar con las adversidades y que se ocupe de los problemas en vez de dar excusas luego. Se requiere mucha resistencia a la frustración, además, para gobernar. Y nunca debe olvidarse una frase del Presidente Alvear: “gobernar no es payar”.
La aceleración de los tiempos de los días que vivimos exige tomar medidas lo antes posible para mejorar la calidad de los elegidos, que son puestos a gestionar los problemas de los argentinos; sería bueno hacerlo antes de que sea tarde y que en las próximas elecciones los sucesos aciagos de estos días no sean olvidados al votar.
Es imprescindible tener esperanza, pero basada en un plan, en un proyecto posible, realizable, en vez de confiar en propuestas alocadas, que apuntan a las emociones de los votantes y que van a decepcionarlos prontamente.
(*) Académico de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires, de las Academias Nacionales de Derecho de Buenos Aires y de Córdoba y Profesor Titular de Derecho Civil en la Universidad de Belgrano.